Para nuestras vidas, es menos importante aquello que realmente pasó que cómo lo recordamos y el modo elegido para narrarlo. Cuando se trata del lenguaje, esa elección no siempre es gozosa o, al menos, feliz; lo mejor de nuestras vivencias lo contamos a pesar del lenguaje. El sol escurriéndose entre mis pies llenos de barro de la acequia, haciéndolos brillar como peces desparramados sobre las tablas de una barca o un muelle cargado de gris. Trivial intento de captar en palabras todas las imágenes y sensaciones de aquella tarde de infancia. El músico tiene notas, el pintor colores, pero cuando se intenta llevar el lenguaje más allá de sus funciones primeras, hacia alguna forma poética, se debe ser consciente —como mostraba Charles Bally— de un estrepitoso tropiezo, una lucha total contra un ángel, una derrota que, pese a todo, tiene su corona.
Narrarnos, contar nuestra historia, es garantía de haber existido, de continuar haciéndolo. Nuestra identidad es, fundamentalmente, narrativa. Somos la historia que contamos sobre nosotros mismos. No una arqueología del ser: nuestra verdad está no solo en los hechos o, más bien, por encima de ellos. La verdad, recuerda Byung-Chul Han, es también una promesa: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida…”
Cuando la memoria intenta dar cuenta de lo vivido, apela a una estructuración de encadenamiento temporal de los recuerdos. A esto se le llama “memoria autobiográfica”.
Un estudio de 2022 de Carol Westby muestra “déficits” en nuestra memoria episódica, sobre todo en la recuperación y especificidad de los recuerdos. Otro, de Agron y colaboradores, menciona nuestra dificultad para construir escenas mentales ricas y coherentes cuando evocamos recuerdos (así como para planear el futuro). Coutelle y colaboradores destacan la mayor presencia del detalle sensorial y, en menor medida, del social y emocional en nuestra memoria. Otro, de Wantzen y colaboradores, sostiene un sentido de sí más difuso en nosotros los autistas, vinculado con una memoria autobiográfica menos rica, lo que ocasiona menor integración narrativa y menor coherencia de identidad personal a partir de nuestros recuerdos.
En términos muy simplificados respecto de la identidad, Paul Ricoeur señala un tipo “ídem”, asociado a lo más permanente en nosotros —el nombre, lo biológico en general— y una “ipse”, relacionada con el cambio a lo largo del tiempo. Aquel Ernesto de cinco años mirando el sol en sus pies no es exactamente el mismo que escribe, cuarenta y dos años después, estas líneas, y sin embargo, ambos son yo. ¿Cómo integrar estos dos puntos del tiempo en todo el devenir de una vida? A través de la narración, del relato que reúne a ambos. Esa posibilidad es la identidad narrativa, gracias a la cual puedo seguir siendo Ernesto, mientras pueda narrarme.
Las investigaciones de la psicología neuronormativa evidentemente encontrarán déficits en nuestra forma de recuerdo y en cómo lo hacemos. Un dato sí me parece preciso: la primacía del detalle en nuestros recuerdos. Es el nuestro un procesamiento en detalles, inductivo, enfocado en los estímulos del mundo; no uno “contextual”, no una fotografía en perspectiva: es el zoom sobre los detalles de los cuales está, principalmente, compuesto nuestro recuerdo.
Acostumbrada a jugar con la memoria, la sociedad normativa no estará dispuesta a reconocer la memoria autista.
Recordamos y narramos uniendo dichos fragmentos de contexto, dichos relieves de objetos, dichos rincones del tiempo. Y entre ellos construimos puentes como mejor podemos: con mayor fidelidad unas veces, de manera imaginada mayoritariamente, como todos los humanos. Rellenamos los hiatos, los vacíos, la oscuridad de lo ocurrido, re-creando eventos. Esto, por supuesto, nada tiene que ver con la mentira o el engaño. La verdad es una narración porque permite vivir, salvando del caos y de la confusión tanto a individuos como a sociedades. Por ello, la ausencia de Verdad fragmenta, regando un monte inane de datos.
Cada quien persigue, atreve, palabras, símbolos, buscando la armonía donde pueda acontecer un “Yo” dador de sentido a todo lo dispar. Un autista será dueño de una narración autista, ordenadora de una memoria autista, en búsqueda cotidiana de una identidad autista. ¿Podría ser de otro modo? Sí, podría ser sobre una vida ajena, una condenada al “déficit”, en tanto nunca podremos habitarla. En el laberinto de detalles y recuerdos de toda existencia, hay un solo hilo que sortea pasadizos y recovecos hacia su verdad. Este se encuentra cuando el “yo” de mi relato coincide con el “Yo” que cuenta la historia. Cuando coincido en ser quien debo de ser.