Leí por primera vez sobre el término “fatiga de identidad” en el libro de Gordon Gates, Trauma, Stigma and Autism. Allí, el autor (también autista) señalaba lo desgastante de explicar constantemente nuestra identidad autista, justificar nuestras maneras o necesidades de apoyo, evidenciar repetidamente lo no evidente.
Efectivamente, cansa. Es agotador psicoeducar al prójimo, sortear frases como “pero no pareces” o “todos somos un poco autistas”, disparadas “piadosamente”, creyendo reconfortarnos por no vernos tan distintos, tan anormales o, en todo caso, compartir un defecto. Muchas veces, callar nuestra identidad es una forma de defendernos por anticipado del cansancio, de la fatiga de las explicaciones, de los rostros incrédulos y de las sentencias bobaliconas.
El término “fatiga de identidad” se usa también dentro de la comunidad autista para referirse al agotamiento que implica intentar adaptarse a entornos que no comprenden nuestras maneras particulares de expresarnos y de estar en el mundo. Conviene precisar: esto no es lo mismo que el cansancio crónico asociado a la mímesis (o “camuflaje”, si se prefiere). Ese es otro fenómeno, en otro escenario. El esfuerzo constante de la puesta en escena aliena y consume de manera diferente. En cambio, la fatiga de identidad expresa el desgaste que implica ser autista y vivir como realmente somos en una sociedad que nos confronta constantemente con su incomprensión.
Esta es la encrucijada, el infortunio aparente. Siendo quienes no somos —mimetizándonos lo mejor posible con los antifaces de la asimilación, la compensación y el enmascaramiento—, la derrota es inevitable. Tarde o temprano llega lo siniestro: el burnout autista. Pero, siendo como somos, nos enfrentamos también a una batalla constante. Esta implica el tedio de justificar repetidamente nuestra existencia, ponderar nuestro sentido propio, y excusarnos ante los demás con números, posibilidades y notas al pie. Desgaste, fatiga, y vuelta a empezar, como Sísifo. Sin embargo, como Sísifo, cada derrota puede ser un nuevo comienzo, una victoria personal, aunque inalcanzable.
ἢ τὰν ἢ ἐπὶ τᾶς, decían las madres espartanas, según la tradición, a sus hijos al marchar a la guerra: “O con él o sobre él”, refiriéndose al escudo. Con nuestro autismo, sin él, o sobre él. No es una elección fácil; no existe una historia única ni una solución simple desde la rebeldía o la supervivencia. En este dilema, entre autistas, no podemos juzgarnos ni lanzar las primeras piedras.
Paul Ricoeur, en su libro Soi-même comme un autre, esbozó su teoría de la identidad narrativa. “Identidad”, una palabra imponente. El diccionario dirá que es el conjunto de rasgos que distinguen a una persona de otra. Pero esta definición no abarca aquello que permanece en uno mismo, ni lo que varía con el tiempo, ni cómo ambas dimensiones pueden integrarse sin diluir el Yo entre sus extremos.
La identidad tiene una dimensión “ídem”, lo mismo: aquello permanente e inalterable a lo largo de la vida. El color de mis ojos, mi nombre (la mayoría de las veces), mi tipo sanguíneo, las características biológicas, el número de documento por el cual el Estado me contabiliza. Pero también tiene una dimensión “ipse”, lo propio, lo que cambia: la temporalidad y sus variaciones sobre mi subjetividad. La diferencia entre Ernesto a los 10 años y Ernesto a los 46, que sin embargo sigue siendo Yo.
La articulación entre “ídem” e “ipse”, entre lo mismo y lo propio, se establece superando sus aparentes diferencias a través de nuestra historia personal. El relato de nuestra vida da continuidad a lo permanente a través del cambio, reconstruyendo constantemente nuestro ser en el espacio y en la circunstancia. Somos la historia que contamos de nosotros mismos: he ahí el profundo e irreductible sentido de la identidad narrativa.
Desde la infancia, aprendemos a no ser nosotros mismos. Ser como somos es desvalorizado, castigado, marginado y golpeado en todas las formas imaginables. Ser como somos fatiga; nuestra identidad duele. Y cansa. Por otro lado, no ser como nosotros y ser como los demás requiere un esfuerzo tan necesario como imposible. Necesitamos de los otros, como todo ser humano, para vivir, no para morir, como intuyeron ya nuestros ancestros. Pero ese esfuerzo también desgasta, drena y desangra. Y acaba, finalmente.
Entonces, ¿cómo podemos contar una historia sobre quiénes somos, si estamos acostumbrados a no ser nosotros mismos y tampoco podemos ser otros? Lo mismo, lo inmutable, ídem, está ahí, en la estructura. Pero, ¿quién lo ha habitado todo este tiempo? Estuvieron las sombras y los retazos de otros: imágenes, gestos, semblantes copiados para intentar pertenecer. Toda mímesis ha sido terrible. «Yo soy»: ¿quién es ese «Yo»?
Sin embargo, toda narración es posible. Aún puedo rascar el yeso de los muros y encontrar los murales y frescos originales. Darles voz, darles Yo. Unirlos en una historia donde pueda existir. Cansa, por supuesto. Fatiga ser yo mismo, como duele ser otro. Pero mi identidad deja de ser una roca, y dejo de ser Sísifo para ser Yo. La historia de mi vida está por escribirse.
“Nací autista, aunque recién lo supe en…”