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Un grupo de gente con diversos rasgos físicos extiende la bandera LGBT

Hoy no solo es un día para levantar banderas. Es un día para levantar la mirada, para reconocernos en los colores, en las diferencias, en todo lo que nos hace únicos. Hoy no es solo un día de orgullo.

Es un día de diversidad. De esa que a veces incomoda a quienes prefieren lo uniforme, lo pauteado, lo que encaja sin preguntas. Pero la vida
no es un molde: es un caleidoscopio de formas de ser, sentir, amar, percibir y habitar el mundo.

Es también poder ser como somos, sin pedir permiso. Porque muchas veces, ser diferente-por cómo amamos, como nos expresamos, como sentimos o cómo entendemos el mundo-nos pone en lugares donde hay que explicar, justificar, incluso escondernos.

Y cansa. Cansa tener que encajar todo el tiempo, sostener disfraces, suavizar gestos, corregir la voz para no incomodar.

Ser parte de una comunidad históricamente invisibilizada-sea por cómo se ama, cómo se expresa la identidad o cómo se procesa la realidad-es caminar, muchas veces, entre el

deseo profundo de pertenecer y la necesidad igual de profunda de ser fiel a una misma. Y ahí, en ese punto tenso entre lo que esperan de nosotres y lo que somos en verdad, aparece la lucha: la de existir sin pedir disculpas, la de mostrarse sin tener que explicar por qué, la de mirar al mundo de frente y decir: aquí estoy, así soy, y merezco ser respetadx.

Porque la diversidad no es un añadido, un “detalle” que acompaña a ciertas personas: es la esencia misma de lo humano. Y sin embargo, cuántas veces se nos pide corregirla, disfrazarla, “normalizarla”. Que hablemos más bajito, que pensemos distinto, que amemos como se espera, que seamos “más fáciles de entender”. Pero ¿a qué costo?

Por eso, este día es una fiesta y una trinchera al mismo tiempo. Porque celebramos los pasos dados, sí-los logros colectivos, los espacios conquistados, las palabras que antes dolían y ahora se dicen con orgullo-, pero también seguimos exigiendo lo que falta: respeto real, empatía activa, presencia en las políticas, en las escuelas, en las casas.

Porque vivir la diversidad no es una moda, ni una fase, ni un diagnóstico: es una forma honesta de ser en el mundo. Y la felicidad no viene de encajar, viene de sentirnos vistos. De sentir que no estamos solxs. Que no hay nada que curar ni que esconder. Que ser uno mismo no es un lujo, es un derecho.

Hoy celebramos el orgullo, sí. Celebramos la libertad de sentir. Porque sentir es estar vivos. Sentir es ser humanos. Sentir es resistir con alegría.

Escrito por Ana Paula Ugarte, psicóloga de EITA.