No deberíamos ser patologizados para acceder a los apoyos que necesitamos. La discapacidad no es ni anormalidad ni deficiencia. Creerlo implicaría asumir la existencia de cuerpos y mentes modélicos. Incluso si se asumiera dicha creencia, como señalan los estudios sobre discapacidad, cualquiera que viva lo suficiente terminará siendo discapacitado. En los extremos de la vida, en la infancia y la vejez, necesitaremos grandes cuidados.
La ideología capacitista describe quiénes están en condiciones de integrarse plenamente en la sociedad, ser productivos y acceder a determinados privilegios. Nos inculca el deseo de ser “normales” para evitar la exclusión y la marginación. La normalidad, en gran medida, es aspiracional: logra ser “normal” quien puede serlo por un tiempo determinado.
Muchas veces no somos conscientes de la ideología que habita tras las palabras ni de su poder para modelar nuestras percepciones a través de sus significados. En latín, el término trastorno proviene de trans- (al otro lado) y tornare (girar, como un torno). Un trastorno es aquello que gira en sentido inverso a lo esperado (lo “normal”), y en castellano se ha empleado con fines médicos desde el siglo XVII. Trastorno ha sido sinónimo de enajenación mental, y de allí no está lejos la expresión popular “perder un tornillo”.
El neurodesarrollo autista es atípico, no anormal. Paralelo, no desviado. Es diferente, caracterizado por particularidades en el procesamiento sensorial, cognitivo y afectivo. Por lo tanto, no es correcto utilizar el término trastorno para designar una condición de vida, un neurotipo.
Esto no implica, por supuesto, la ausencia de discapacidad. Dichas características, en principio neutras, se convierten en impedimentos dentro de una sociedad diseñada para beneficiar a mentes y cuerpos con otras características. Un impedimento deviene en discapacidad cuando interactúa con las barreras impuestas por el diseño social. De una forma u otra, todos los autistas estamos discapacitados. Incluso en un mundo ideal para nuestras características, muchos de nosotros podríamos seguir experimentando la impresión subjetiva de la discapacidad.
Algunas personas, sin embargo, parecen sentir cierta deuda con la palabra trastorno. “¿Cómo podría no tener un trastorno si presento tantas deficiencias?”, se preguntan. Aquí resuena con fuerza el discurso capacitista más arraigado, el de la autoridad médica: el discurso de la patología. En este modelo, la discapacidad es una anormalidad, un conjunto de deficiencias que deben ser rehabilitadas mediante prótesis, adiciones o sustracciones. No se contempla la necesidad de cambiar el entorno. La sociedad no es el problema; el problema es el individuo asumido como defectuoso. Por otro lado, muchos temen perder derechos o ajustes si su diagnóstico no incluye la palabra trastorno como antecedente de su situación o identidad.
Esto sucede con el acrónimo TEA (Trastorno del Espectro Autista). Muchos cuidadores hablan de su “hijo TEA” o algunas personas dicen “soy TEA”, convirtiendo las siglas en un sustantivo sin notar que, en realidad, están diciendo “tengo un hijo Trastorno del…” o “soy Trastorno del…”. Por esta razón, el viernes pasado publiqué un post sobre la inconveniencia de llamarse a sí mismo o a otros TEA. Alguien que tiene un trastorno es, implícitamente, un trastornado.
La reacción ante mi publicación fue distinta en dos plataformas. En Instagram, hubo apertura para considerar este punto de partida y construir a partir de él. En Facebook, en cambio, las reacciones fueron en gran parte airadas, sobre todo por parte de cuidadores y, sorprendentemente, de un par de autistas. Incluso se me acusó de denigrar a quienes presentan “trastornos” por decirles “trastornados”, sin advertir que esta es una consecuencia natural del uso de dicho término. Es como decir que alguien tiene una enfermedad y molestarse si se le llama enfermo.
Creo que el capacitismo combo doctrina y su expresión en el modelo médico nos han cegado ante el significado profundo y deshumanizante de muchos términos utilizados para referirse a quienes se considera diferentes, a quienes se discapacita. En el ámbito psicológico y de la salud mental, hay muy pocos trastornos reales en el sentido de desviarse del camino esperado. El trauma (simple o complejo) es uno de ellos. Para los demás casos en los que se implica un funcionamiento neurocognitivo distinto al típicamente esperado, neurotipo o neurodivergente expresan una dimensión semántica más precisa y cercana a la realidad.
Por supuesto, esto no implica dejar de destacar los inconvenientes, sufrimientos, malestares o discapacidades que un determinado neurotipo puede conllevar en su interacción con el entorno. Lo que ratificamos desde el paradigma de la neurodiversidad es que patologizar a determinadas personas para señalar una realidad adversa, un impedimento o una discapacidad es innecesario, injusto y deshumanizante. Y esto no se opone en absoluto a otorgar derechos, ajustes o adecuaciones; simplemente, subraya que no es necesario denigrar para hacerlo.
Nick Walker afirmó que no se desmonta la casa del amo con las herramientas del amo. La superación del modelo médico y la deconstrucción del capacitismo y su opresión no se lograrán utilizando su terminología, pues esta trae consigo una ideología clara en nuestra contra. No se trata solo de palabras ni de cosmética lingüística, sino de una forma distinta de vernos, sentirnos y estar en el mundo, una que sea digna. Y ello se expresa en palabras distintas, en términos que recuperen, afirmen y posibiliten nuestra dignidad.
Artículo original escrito por Ernesto Reaño, director de EITA. Se puede encontrar aquí: https://ernestoreano.pe/la-dignidad-tambien-esta-en-las-palabras-usadas/