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Un niño arma sus juguetes

“Volaba, lo juro, juro que volaba. Mi cuerpo abría los brazos, no era más un bárbaro”, inicia la última estrofa de la canción Mon enfance, de Jacques Brel. Mi infancia, ¿qué tanto recuerdo de ella? Tengo muchos destellos y retazos de historias, de luz y sombra como para repasar toda una vida, lo suficiente que quede de ella. He escuchado y compartido con muchos otros autistas tanto el recuerdo de un tiempo fragmentado como de cierta amnesia a épocas enteras de la niñez.

Por ejemplo, si me pienso durante la primaria, en el patio de recreo, recuerdo ruido, mucho, y un enjambre de compañeros corriendo en todas las direcciones. Recuerdo, quizá en primero o segundo de primaria, eligiendo ser Darth Vader en los juegos de espadas y combates porque nadie más quería serlo. Recuerdo, después de ello, no mucho más de juegos compartidos; tantos juegos solitarios a los cuales no puedo asociar tristeza alguna, pero tampoco lo contrario. Un sentimiento neutro.

¿El momento más feliz de mi infancia? No tuve, ciertamente, una infancia “feliz”, pero sí muchos momentos sostenidos de felicidad recobrada cuando me dedicaba a mis intereses. Leer a Papini y Dostoievsky era algo cercano a la dicha, y recrear batallas de la Segunda Guerra Mundial en mi Playgo (una suerte de Lego del subdesarrollo) cada fin de semana era recobrar la alegría perdida durante la semana y anhelar recuperarla ya la siguiente.

Creo que el día más feliz de mi infancia autista aún no ha llegado. Hay dos versos, de distintas canciones también de Jacques Brel, que apoyan mi idea: “los adultos son desertores de la infancia”, “hay que tener talento para envejecer sin ser adulto”. Calza, además, con un reproche tantas veces enrostrado: los autistas son inmaduros. Suspiro. ¿Madurar implica olvidar, deshacerse de aquellos elementos y usos vitales, tan primeros, de tantos años? No. La infancia es un lugar, un estado del ser para no morir; no sólo nuestra patria en el sentido de Rilke, sino todo un continente propio. Sean cuales fueran los dolores y penumbras vividas, es nuestra mayor promesa mientras no avance la gris e inane condición de la adultez. Fosilizada la esperanza, sólo queda el infierno de lo mismo.

El día más feliz de mi infancia autista no ha llegado, y no me inquieto. Me dan curiosidad los cielos nublados y los atardeceres, y de noche todavía creo que sueño. Tengo toda la infancia autista por delante.

Escrito por Ernesto Reaño, director de EITA