En su texto “En pro de un pensamiento claro”, Bretrand Russell señalaba que: “Las palabras ejercen dos funciones: por un lado, expresan hechos, y, por otro, despiertan las emociones”. Lo segundo, evidentemente, depende de cómo se formule lo primero y por eso la importancia de enunciar con claridad sobre todo los hechos humanos.
Hace unas semanas, en mi muro de Facebook, se armó un interesante intercambio ante una pregunta que planteé:
En el espíritu de despatologizar nuestro trabajo con personas neurodiversas debemos deshacernos de dos términos:
– “Terapia” y
– “Paciente”.
¿Qué mejores términos se les ocurren para cada uno?
Etimológicamente, la entrada sobre ‘trastorno’ remite al término ‘torno’; esto puede parecer curioso si uno no está acostumbrado a saber tras las palabras una historia que, cual las ciudades, tiene unos cimientos y con ellos una ideología que va mutando o cimentándose de acuerdo a los seres que las habiten (tanto para las palabras como para las ciudades). En latín el término viene de ‘trans-’, ‘al otro lado’ y ‘tornare’ ‘girar’ – como un torno -. Un ‘trastrono’ es aquello que gira en sentido inverso a lo que debería esperarse (lo “normal) y en castellano es empleado, desde el s. XVII, con fines médicos: el ‘trastorno’ como equivalente de enajenación mental: no está lejos de allí la expresión popular “peder un tornillo”.
No es extraño, entonces, que lo anterior se ligue con el término ‘terapia’ pues ‘terapéutica’ en el latín tardío – haciendo un préstamo del griego – significa, por un lado, ‘tratados de medicina’ y, por otro ‘cuidar de algo’; en el castellano del siglo XVI lo encontramos como el acto de cuidar de un enfermo por parte de un médico.
El término ‘paciente’, remite a la entrada ‘padecer’, del latín ‘patiens’, ‘el que sufre’; se sufre en dos acepciones para nuestra lengua: de manera callada y calma, de donde deriva ‘paciencia’ y de una enfermedad quien tiene un padecimiento.
Está claro, así, desde sus orígenes y con su evolución en el castellano que estas palabras ‘trastorno’ – ‘terapia’ – ‘paciente’ se asocian a un mal o desviación de lo esperado y que, ideológicamente, se sitúan con el establecimiento de la medicalización de la diferencia, del establecimiento de la concepción de la “normalidad” y del ascenso de la psiquiatría como disciplina dirimente y guardiana de lo que es o no un “trastorno”. Por ello la neurodiversidad y sus conceptos serían la clave para poder salir de este monopolio de la normalidad y de la administración de la estigmatización. Tal como señala Baron-Cohen: “Hay varios mensajes desde el concepto de neurodiversidad. Primero, no hay una sola manera de que un cerebro sea normal ya que hay muchas vías para que el cerebro se cablee y alcance la edad adulta. Segundo, necesitamos un lenguaje y conceptos más éticos y no estigmatizantes para pensar en personas que son diferentes y/o que tienen discapacidades. Tercero, necesitamos un marco que no patologice y se centre desproporcionadamente en aquello contra lo que uno lucha y, en cambio, tome una visión más equilibrada para dar igual énfasis a lo que la persona sí puede hacer. Por último, las variaciones genéticas o de otra índole biológica son intrínsecas a la identidad de la persona, su sentido de sí-mismo y su personalidad que, vistos a través del lente de los derechos humanos, deben ser respetados igual que cualquier otra forma de diversidad.”
Debemos comenzar a pensar, en nuestra era electronal, nuevas formas para designar las diferencias cerebrales: “sistemas operativos humanos”, señala Silberman. Para el caso del autismo (como para todas las condiciones de la neurodiversidad), por ejemplo, deberíamos pedir que sea removido del DSM-5 y de los manuales psiquiátricos; esto no quiere decir despreocuparse por dar y otorgar apoyos a quienes lo requieran, pero no desde un punto de vista de salud sino político: creando políticas públicas que disuelvan la tiranía de la llamada “discapacidad”. Nadie es “discapacitado” cuando el entorno es adaptado a su verdadera capacidad, cuando su condición humana es respetada es su plena dimensión: no de semejante sino, justamente, de diferente, de la humanidad que reside en nuestras diversidades.
No se trata, entonces, de cambiar palabras por mera corrección política; se trata de cambiarlas porque las hemos estado aplicando de manera errónea merced a una ideología de la medicalización y de la patologización. Se trata que psicólogos y psiquiatras revisen sus términos y se den cuenta de lo errados y desafortunados que son a la luz de lo que nos van enseñando los hechos de la neurociencia. Es hora de seguir los cambios, así como “trastorno” va siendo desterrado a favor de “condición” lo mismo para “terapia” y paciente”. Propongo para la primera “sesión” y para la segunda “usuario” o “participante”, términos neutros en los que podemos habitar la ideología del respeto a la diversidad y a la vida plena del otro: su vida.
Ernesto Reaño